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Reflexiones relacionadas con la Consejería o Consultoría Filosófica


La Felicidad y el Conocimiento de Sí Mismo.

El hacer inadecuado al querer expresa un conflicto ético. Pero manifiesta también una dis­tancia, una herida abierta que atraviesa lo íntimo de nuestro ser y por la cual permanecemos como extranjeros respecto de nosotros mismos. «El mal es ignorancia», decían los antiguos. ¿El remedio entonces vendrá con el saber? Pero no con cual­quier saber, sino con el conocimiento de si mismo.

Cada uno de nosotros sabe muy poco acerca de sí; mucho menos de lo que cree. Y, en conse­cuencia, no hace lo que quiere porque rara vez sabe lo que realmente quiere. Más aun: en el caso de darse esa rara vez, es decir, de saber con cer­teza lo que queremos, terminamos lejos de nuestro propósito porque no hemos sabido cómo hacerlo.

El Consejo Filosófico pretende ayudarlo a descubrir sus propios secretos.

La Atención y el Sentido de la Vida.[1]

«No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero», dice san Pablo (Rom. 7, 19). Sé lo que debería hacer. Me lo han dicho y lo he leído. Lo recuerdo y lo comprendo. Es más: lo acepto. Quiero vivir de acuerdo con el conjunto de normas que he recibido y de las cuales estoy convencido. Quiero vivir, es decir, quiero hacer y sentir ahora, en este momento concreto, la pequeña o grande opción de este minuto. Quiero que este acto se ajuste precisamente a mi ideal. Quiero… pero, ¿quién quiere?

Mi mente ciertamente sí, es la que lo formula con claridad en este momento. Pero, ¿y mis emocio­nes? ¿Y mi cuerpo? Ellos quieren otra cosa, me arrastran con fuerza hacia múltiples lados, hacia metas dispares, fragmentarias, azarosas.

Para la razón es relativamente fácil concentrarse en torno de un ideal único. Pero para las sensaciones y sentimientos el mundo es un parque de di-ver-siones que tironea desde cada puesto con olores, colores y sonidos seductores. Cuando ellos invaden el escenario, las ideas claras del deber y la moral parecen oscurecerse y perder fuerza: se vuelven grises y aburridas. Hasta, quizá, un tanto molestas. Ya no pueden gobernar mis actos. Lo que siento, gana la batalla y se impone sobre lo que pienso. Después, pasa el chubasco y viene la culpa y las recriminaciones.

Otras veces gana el ejército de la razón. Lo que siento es dominado y puedo actuar según los principios pensados. Entonces me siento bien, me aplaudo, me apruebo. Pero, ¿me siento enteramente bien? ¿Hasta el fondo? ¿No queda un resa­bio secreto de frustración, de oportunidad no vivi­da? ¿El ejército del sentimiento y de la sensación no habrá sido reprimido meramente por el mo­mento y sólo está reuniendo más fuerzas para la próxima ocasión? En ese caso la victoria no ha sido completa. Es el viejo problema de la disocia­ción entre pensamiento y vida.

La civilización va elaborando, va desplegando un ideal de vida y de hombre. Un ideal para ser vivido por el hombre, por los hombres concretos en las comunidades concretas que comparten un mundo cultural. Los grandes profetas, los maestros religiosos y políticos, los filósofos, sabios y poetas de la «edad de oro» perfilan el ideal, que se va enriqueciendo y madurando con el esfuerzo de siglos. Es el tesoro de una cultura. Y los educadores de cada generación trasmiten ese tesoro vivo a la generación siguiente, que lo recibe, lo hace suyo, le aporta su propia experiencia, su gozo y sufri­miento, su trabajo y creación, su miedo y esperan­za. Finalmente lo confía, a su vez, al cuidado de sus hijos.

Pero toda esa riqueza cultural sería nada si se redujera a un saber libresco, a un depósito de información teórica inoperante, destinada solo a lucirse en las reuniones y florearse con erudición, una cáscara hueca desconectada de la vida cotidiana real. Este problema se ha presentado una y otra vez en las épocas maduras de las civilizaciones o culturas, pero en nuestro tiempo asume una forma muy particular y se presenta como una amenaza nueva. Porque lo peor sucede cuando en ese cú­mulo de mera información se incluyen grandes ma­sas de conocimiento científico y técnico, que acre­cienta como una bola de nieve el poder de acción concreta del hombre sobre la naturaleza y sobre los demás hombres. Cuando el saber práctico, que potencia hasta el infinito la fuerza y la habilidad de las manos, se ha desconectado del saber pro­fundo que ilumina la cabeza y el corazón. Tenemos así una gigantesca y peligrosa máquina sin co­mando ni dirección. No es que la sabiduría de la vida haya desaparecido. En nuestra época sigue habiendo —¡gracias a Dios! profetas, sabios y poetas (verdaderos y falsos, como en todas las épocas, pero ese es otro tema). Lo que sucede es que el saber total se ha dispersado. Las ciencias se atomizan en especialidades. Y lo verdaderamente grave: el conocimiento práctico, que produce la acción cada vez más eficaz, ha perdido contacto casi por completo con el ideal de vida. Se han oxidado las líneas de relación entre el corazón y la cabeza, la cabeza y las manos. El ideal de la razón existe, pero no tiene fuerza real, no es efectivo. ¿Hay acaso una urgencia mayor que recupe­rar esa armonía perdida? Es cuestión de supervi­vencia.

El desafío es para todos, pero quizá para nadie tan directamente como para el educador. La transformación necesaria debe alcanzar a todo el mundo cultural, pero debe nacer en la intimidad de cada protagonista. Y si hay alguna chance de reencontrar la difícil unificación, es a partir de quie­nes aún se ofrecen plásticos y flexibles, en quienes la disociación interior todavía no se cristalizó. Aquí vale aquello de «lo que Juancito no aprende, Juan no lo aprende más».

La tarea de la educación parecería ser, en primer lugar, unificar fuerzas en torno al ideal de la razón: la convergencia de la atención que permite man­tener vigilado el mundo de la distracción. No basta proveer el ideal y las buenas razones para sostenerlo. Si el ideal no tiene fuerza práctica, si las razones no son eficientes, no solo no alcanza su objetivo, sino que agrega un nuevo elemento disol­vente de la unidad buscada: el autorreproche, la autosanción, el autojuicio. Los dos mundos en pug­na, lo que es y lo que debería ser, generan «el malestar en la cultura» de que hablaba Freud, con­secuencia automática de la falta de integración entre lo que siento, lo que quiero y lo que pienso.

«Por suerte, este es un problema doloroso pero transitorio, propio de la borrascosa edad juvenil». Este pensamiento consuela a la gran masa de adultos que consiguieron un aceptable equilibrio, pre­cario pero suficiente para la rutina y la «coexisten­cia pacífica» cotidiana. Pero, ¿a qué precio? «¡Esto no es vida!» ¿Cuántos apasionados sueños y de­seos quedaron por el camino? ¿No estará el oscuro presentimiento de estas amputaciones provocando los espasmódicos desarreglos de muchos adoles­centes? Quizá ellos sospechan que la mancha ori­ginal no es negra de maldad ni roja de violencia, sino apenas gris de mediocridad. Hace mucho ya que «el bien que quiero» quedó sepultado en la misma penumbra que disimula «el mal que no quiero».

¿Era éste el «ideal de la razóque pretendía la tarea pedagógica? ¿Es lo mismo unificación armónica en el «yo» que uniformidad recortada por la «circunstancia»? La diferencia está en el origen: la primera vez que la señorita nos reclamó «¡aten­ción, chicos!» ¿postulaba solo un orden cómodo en el aula? ¿Que le prestaran atención como uten­silio práctico para el quehacer escolar? ¿O, por el contrario, nos estaba proporcionando la clave y el sentido último de toda enseñanza y de todo aprendizaje? Esta diferencia señala la bifurcación de caminos opuestos. La encrucijada a partir de la cual se abren dos niveles distintos de posibilidades, y solo uno de ellos conduce a la plenitud de la realización personal.

¿Por qué la atención en el centro del problema? ¿Por qué elegimos la atención como guía más adecuada para el desarrollo ético del hombre? Quizá solo en las últimas páginas habremos alcanzado una respuesta más o menos completa. Pero pode­mos anticipar ahora que esa respuesta va en la dirección de una comprensión de la existencia hu­mana como proceso y proyecto. Como respuesta a un llamado, «vocación», que es el nombre secreto por el cual cada uno puede llegar a descubrir el sentido de su presencia en este mundo y su referen­cia a Quien lo llama. Descifrar ese nombre es la tarea.

Retomamos la consigna deifica: «Conócete a ti mismo». Pero no se trata de un conocimiento abstracto, definiciones generales que disimulan y ocul­tan la ignorancia acerca del misterio acuciante de mi vida particular. Y de mi muerte. La mía. Se trata de descubrir el significado concreto de mi historia concreta: de las cosas que me pasan, de lo que siento y pienso, de lo que realmente deseo. De los obstáculos que debo remover para que mi natura­leza más profunda encuentre su manifestación más genuina. El conocimiento que me permitirá realizar poco a poco, progresivamente, la coincidencia de­finitiva conmigo mismo. Es decir, con la imagen que Dios tuvo de mí mismo desde el principio.

Para ir construyendo esta pequeña gran sabidu­ría de lo cotidiano todo ayuda: enseñanzas y maes­tros, ciencia y experiencia. Pero el instrumento cla­ve, la herramienta fundamental, es tan sutil y per­sonal como una hojita de afeitar: se llama atención a la vida.


Introducción del libro “Atender a la Vida. Pistas para la formación ética”, Silvia Bakirdjian et al. Ediciones Paulinas, Buenos Aires, 1993.